22 abril, 2023

Derecho a olvidar: Introducción

Por Gara García

derecho a olvidar

CAPÍTULO 1

Derecho a olvidar:

Mi abuela nunca se rindió en sus intentos por humillar a mi abuelo Ernesto. Él entregó su vida a los cuidados que aquella demandaba a cambio de unos cuantos reproches. Desde que tengo uso de razón, Carmencita, así era la forma en la que se dirigía a mi abuela, estuvo postrada en su cama, sin levantarse ni para dirigirse al baño. Sus necesidades las hacía en una chata y mi abuelo muy cuidadosamente la aseaba para que no se encontrara incómoda.
Años duró esa situación. A Carmencita le llegó la oportunidad de asistir a mi graduación, pero no se dignó a alejarse de su cama para ello. Mi madre me obligaba a ir con ella cuando visitaba a mi abuela, pasando dos horas en aquella habitación en la que mi abuela chantajeaba emocionalmente a mi abuelo sin desmayo.
—Y, ¡qué hay de lo tuyo con Marisa! ¿eh? —le gritaba Carmencita a mi abuelo Ernesto cuando este intentaba transmitirle lo doloroso que era para mi madre presenciar aquella situación, como si aquella tal Marisa, le hubiera causado mayor dolor a mi abuela que el que ella, ahora nos propiciaba a mi madre y a mí.
Mi abuela pronunciaba esa frase muy a menudo «¡qué hay de lo tuyo con Marisa!». El rostro de mi abuelo era de culpabilidad y resignación. Probablemente un error en el que apostó su felicidad y su libertad, y perdió. Aquella persona ordenaba y mandaba desde su lecho y negaba a mi abuelo el derecho a olvidar algo del pasado que hizo perder, por un lado, a Carmencita las ganas de separarse de aquel colchón y, por otro, a Ernesto, las de sonreír.
Yo viví esa situación desde pequeña, por lo que la veía normal. Es ahora cuando me extraño por ello y me identifico. Lo único que sabía de aquella tal Marisa es que había sido una buena e inseparable compañera de mi abuela en su adolescencia y, que por alguna razón su amistad se perdió en el camino. Mi abuela no tenía amigas desde que yo recuerdo. Creo que lo que más se asemejaba a una confidente para ella, era mi madre. Parecía entender la razón por la que Carmencita había perdido las ganas de vivir y de soñar más allá de su almohada. Y debía estar de acuerdo, pues jamás la escuché decir: «Levántate, mama».
De una cosa si estoy segura y es en afirmar que Ernesto era muy bueno con esa mujer mala y dañina, como yo la veía, culpable de la desdicha de mi abuelo, que desde la cama lo empequeñecía con su altivez y su soberbia. Carmencita lo dominaba y él no desmayaba en sus intentos de satisfacerla.
Mi abuelo había sido minero y disfrutó de su jubilación desde antes de que yo naciera. Y por lo visto también antes de que mi abuela lo supiera. Pasó veintiséis años fuera de casa por las noches, veintitrés trabajando y los otros no sé dónde estaba, quizá con esa tal Marisa. Después de esos años, Carmencita se postró en la cama para no levantarse más, y él por las mañanas se ocupaba de la casa y de cocinar para ella, pero durante la siesta y unas horas de la tarde traspasaba la puerta de casa, me imagino que para airearse un poco y, también para concentrar su vida en esos momentos. Luego regresaba para darle la cena a mi abuela y dormía en la habitación contigua a la de ella.
Yo no creo que mi abuelo se sintiera solo, ni cuando Carmencita murió lo noté triste. Aquel día, simplemente, parecía hipnotizado. Desde que se despidió de ella, las facciones de su rostro estaban más relajadas, parecía que sus pecados fueran perdonados. Era como si se hubiera liberado de su condena, y cuidar de mi abuela fuera la penitencia de un delito que le hizo abandonar su vida, dedicándosela por la única razón de habérsela robado él antes a ella.
Siempre consideré a mi abuelo Ernesto como un santo. Y de ese modo lo recordaré. El día de mi boda con Mario me abrazó fuerte y susurró en mí oído un consejo que no interioricé hasta que me vi en la necesidad de ponerlo en práctica:
—Todo el mundo tiene su derecho a olvidar.
Yo era joven y acababa de contraer nupcias con Mario. No veía más allá de lo que la juventud me permitía. Él era comerciante y viajaba tanto que, a veces, no sabía dónde estaba. Pasaba muchas noches sola en nuestra casa. Al principio, lo echaba de menos, pero después de que la galería en la que trabajaba se convirtiera en una gran propuesta para los artistas, en la que todos los grandes pintores quisieron exponer sus obras, mi vida se hizo mucho más activa.
La galería se llamaba La Casa Loca. Mi amiga Patricia y yo la inauguramos un año antes de casarme. Ella era soltera, y no sé cómo presentaros a ese chico que la rondaba a temporadas. Patricia nunca me pronunció que era su novio, pero a veces se iban juntos de vacaciones y cenaban con mucha frecuencia. Ella tenía su nombre tatuado en los labios, pero tener a Juan en su vida, jamás le impidió hacer sus planes sin contar con él.
La Casa Loca estaba en el centro de Gijón. Era un local muy amplio. Nunca hubiéramos podido inaugurarla sin la ayuda de Alberto, el hermano de Juan, su pretendiente. Aquel era una especie de abanderado del arte. Admiraba la pintura y heredó de un tío suyo aquel bajo por la sencilla razón de ser el primer sobrino. Juan no sacó ningún beneficio con la muerte de aquel familiar, al igual que el resto de sus primos, pero me consta que no le guardaban rencor.
Primero surgió la idea de Patricia de poner un negocio, después me propuso que yo participara, más tarde Juan nos ofreció hablar con su hermano Alberto para que pudiéramos disponer del local, como intentando hacer méritos con Patricia, y finalmente nos pusimos manos a la obra para dar vida a La Casa Loca.
Sí, Juan tenía muchos detalles con Patricia y siempre lo vi como el chico que estaba con ella de manera incondicional. Creo que él aceptaba todo lo que ella estuviera dispuesta a darle. No sé si en privado él se mostraba disconforme con la situación, o si era un acuerdo de ambos ese estar juntos sin estarlo. Patricia y yo nos hicimos amigas a los doce años y desde que conoció a Juan su humor cambió para mejor. A mí no me ocurrió lo mismo con Mario. Desde que compartí mi vida con él, y después de empezar a estar juntos como pareja, tenía el desconocido sentimiento, hasta entonces, desagradable de sus ausencias. Sus viajes me provocaban mal humor. Nunca sabía si podía contar con su presencia en fechas señaladas, salvo en sus vacaciones.
Mario era desenfadado y en ocasiones pienso que se consideraba como el eterno adolescente que aterrizaba en casa después de sus ausencias como un peregrino hambriento y comunicativo. Pero ignoraba por completo lo que yo necesitaba para entregarme a él sin condiciones. Era difícil para mí adaptarme a su ausencia, como también lo era a su presencia. No eran suficientes tres días seguidos compartiendo cama con mi marido para hacerme a la idea de la existencia del compromiso que habíamos adoptado en aquel día, nublado, pero caluroso, del mes de las flores.
Patricia era un poco como Mario, y yo era otro poco como Juan. Muy de vez en cuando organizábamos cenas para compartir los cuatro una botella de vino y algo de comida. Ese par de horas observaba a Patricia y Juan y en cierto modo la envidiaba. Juan era químico en una empresa de textiles. Su sueldo no era tan bueno como el de Mario, pero se le notaba satisfecho. Nunca llegaron a ser amigos. Eran tan distintos… Mi marido siempre sonriendo, pero al mismo tiempo con ese tono jocoso que alejaba a las personas sensibles como Juan. Me era suficiente el vivir aquellos breves momentos para dudar de mi matrimonio con Mario. Lo quería, pero estaba enamorada de un Mario que no era real. Era consciente de ello, y me costó muchos años darme cuenta que el hombre de mis sueños no era el hombre de mi vida.
Por un lado me apenaba aquella servil postura de Juan, por otro, se le veía tan feliz junto a mi amiga… En aquellos años jóvenes conocíamos a muchos pintores excéntricos que encolerizaban cuando no estaba todo a su gusto. Patricia tenía un don de gentes que no nos era muy útil en las comprometidas situaciones que se nos presentaban en esos casos. En cambio, Juan aparecía en la galería por las tardes después del trabajo, y con aquel tono mezcla de timidez y frialdad, solucionaba cualquier percance que surgiera.
Cuando apareció Winston Chill en nuestras vidas, un desconocido que terminó por ser el artista que más obras vendería, no solo en nuestra galería, sino también en todo occidente, quiso que le reserváramos la pared más amplia para tener expuesta siempre allí su obra. Se encaprichó con La Casa Loca y nosotras no podíamos negarnos a sus excentricidades pues la inversión de complacerle era tan ventajosa para Winston como para nosotras.

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