La batalla del amor:
Érase una vez un joven guerrero llamado Valiente, que habitaba en un mundo subterráneo llamado Tierra, donde desde niño triunfó por ser siempre vencedor de los duelos a los que se presentaba, por ser siempre triunfador de aquellas batallas que presenciaba. Fue su modo de ganarse la vida. Con ello recibió monedas de plata y otros premios que le servían para lucir espadas de materiales preciosos.
Para Valiente el amor era algo abstracto, incomprensible para su mente al no ser experimentado.
La osadía cultivada y engrandecida por sus glorias le había hecho aversivo del buen sentir. Sentir que desconocía, sentir que no vivía. Utilizaba a las mujeres para su placer, no sentía por ellas afecto ni ternura, pues tampoco el ponía un ápice, tan si quiera, de interés para, ya no clamo entregar su corazón, sino el poder sentir por ellas algún cariño. Su ley parecía el desamor y ante él todos asentían.
En otro mundo donde se ponían las nubes el de Valiente, allí en lo alto, vivían princesas y príncipes que compensaban sus puros y lícitos amores haciéndose abstemios de la lujuria, privándose de actos puntuales que les permitían vivir en ese mundo: Experiencia.
Cierto día la hija del rey Paz y de la reina Amor, se mezcló entre los árboles del bosque y sin esperarlo halló un pozo sin fondo. Al intentar descubrir si el fondo no existía o eran sus sentidos los que no lo percibían, se inclinó y un lazo que retenía su cabello unido, se liberó. La princesa llamada Celestina quiso recogerlo al vuelo, pero su apero fue absorbido por aquel agujero negro. El lazo cayó al
mundo Tierra en las manos de un herrador. Este comprendiendo que venía del mundo Experiencia a su poderdante principal se lo entregó. El poderdante obligado por la ley de la “no-gravedad” tenía que devolverlo al lugar de procedencia y a Valiente envió.
Días pasaron, mientras Valiente cabalgaba en su robusto caballo negro, antes de alcanzar el palacio donde el rey Paz, muy amablemente, a su castillo le invitó. Le hizo partícipe de su abundante manjar. Manjares que no eran sabrosas comidas, ni buen vino, ni mujeres de usar y tirar; sino esencias, palabras… Valiente no lo entendía. Era otra lengua la que hablaban. Tenía que traducir los actos por los verbos y los gritos por gestos. En este mundo donde su osadía era aprensiva, donde su atrevimiento se tornó timidez y su fuerza en la lucha, asustadiza, allí recibió la condecoración por haber devuelto el lazo perdido de la princesa Celestina.
Una mañana a las once, cuando el Sol calentaba en el corazón del mundo Experiencia, Valiente fue coronado. (En ese mundo no existía la idolatría, sino hubiera sido idolatrado.) Puso Don Cupido, de gran prestigio en aquel mundo, una corona revestida con laurel en la cabeza un poco inclinada de Valentín, que con un lento movimiento de ojos, la alzó y detuvo su mirada en un suave gesto, delicado, que transmitía para él cierta envidia: Fue un gesto de virginidad.
Aquella joven que felizmente gesticulaba se llamaba Sencillez. Valiente buscaba un verbo para describir la sensación tan placentera que en su interior vivía. Era un sentimiento inmaterial, algo por él desconocido. Todos aquellos galardones no le habían hecho ir tan alto como en ese momento estaba. Valiente se enamoró.
Valiente siguió a su instinto, Sencillez a su corazón, ninguno de ellos a la razón. Camuflaron la presencia de aquel guerrero en ese mundo mientras los secretos sobrevivieron. Fueron dos cómplices del amor. La unión de sus caminos fue el mejor presente para ambos.
Ocultaron la presencia de Valiente en el mundo Experiencia, pues a nadie le estaba permitido estar en el si no le correspondía. El Señor Sabio, que lo sabía todo, les ayudó. Y de esa unión fue engendrado Igualdad. Era un niño muy feliz, pero en su adolescencia, el Señor Sabio cometió un error.
Se confesó de lo que por él era sabido a su íntimo amigo Ingenuidad. Ingenuidad no sabía callar y pronto se descubrió el velo de la intimidad. Se formó un gran alboroto y la Guardia Real, conocida como La Excepción, le dieron “algo” llamado su merecido. Aún no existiendo guerras, si había leyes, que al no ser jamás incumplidas, por ser una forma de vida, no era preciso usar la fuerza.
Tras la “paliza” a Valiente, donde estaba en juego la reputación de Sencillez, este se rindió ante su destino y permitiendo lo que él creía injusto, se despidió de ella una noche en clandestinidad.
En el camino de regreso se hallaba afligido por la pena y la desdicha, pero al cruzar el umbral de su mundo natal volvió a ser emprendedor. Su trono le esperó.
Igualdad quedó sepultado en los fondos del mundo Experiencia y al mismo tiempo inhumado en las nubes del mundo Tierra. Él no entendía la distinción. Y aún sabiendo que nació en Experiencia sentía que parte de él allí no pertenecía. Decidió dormir hasta comprender su tristeza, esperando decidir en cual despertar.
Sencillez y Valiente, cada uno en su mundo como estaba escrito en un principio, pues la naturaleza era irracional y su orden nunca quiere alterar, se recordaron mutuamente cada mañana, cada tarde, cada día y cada noche. Sencillez, sin lágrimas se alegró de haber conocido el amor. Valiente 3 siguió cultivando glorias y trofeos. Y los dos amaban lo que había surgido al haberse conocido: Igualdad. Porque aunque pertenecían a mundos distintos el amor siempre ha de triunfar.
Cada vez que uno de los dos retrocedía el pensamiento al pasado vivido en común les aparecía en el cabello un nuevo pelo blanco. Asi, pronto, canosos los dos, murieron con la dicha de habérseles presentado el amor. Fueron primer y único amor.