CAPÍTULO 1
Tu vida, mi novela:
Mi vida no merece una novela, pero los que se han dejado caer por mis días de existencia, esos sí que tienen grandes historias que contar en las tardes de otoño, junto a unas cuantas castañas y algunos vasos de sidra dulce, a sus hijos y nietos, a los que dejarán atónitos y entretenidos por unas amenas horas.
En mi familia somos cinco hermanos. Todos nacimos el mismo día. Por el mundo nos llaman los Quintillizos de Gijón. Yo fui el último en salir y para cuando eso sucedió ya estaban todos los dones repartidos. Somos el Agonías, el Ilustre, el Afortunado, la Chica Guapa y yo, el Soñador. Todos tenemos un poco de todo eso, pero podríamos decir que en el caso de mis hermanos —y en el mío propio— desarrollamos intensamente una de esas facetas.
Estos alias podrían parecer todo un despropósito cuando el Agonías se embarcó en la carrera de Medicina, el Ilustre se convirtió en roquero, el Afortunado perdió su sueño de ser ciclista en una caída que le dejó sin sensibilidad en una pierna, la Chica Guapa tenía una nariz que no cabía en una copa de vino y yo, el eterno Soñador, no cumplía ninguno de esos sueños que alimentaba noche tras noche, junto al papel y la pluma, escribiendo versos de amor que no llegaban a la interlocutora a quien iban dirigidos, aunque con el paso de los años todos acabamos rindiendo homenaje a nuestros apodos.
Mi madre era una bendita, siempre rozando la locura preocupada por los deberes de mis cuatro hermanos. Yo procuraba aliviarle un poco la tarea intentando hacerlos sin su ayuda. No. No solo lo intentaba, lo conseguía.
Desde el primer año de carrera, el Agonías siempre tenía en sus labios una enfermedad que asignarnos a los demás. Y cuando dudaba decía: «veremos a ver…», dejándonos en suspense pero dando a entender que no era nada bueno.
—¡Qué agonías eres! —le recriminábamos todos.
El Afortunado manifestaba todo lo que deseaba: un vaso de agua, que le acercaran el mando de la tele, un teléfono para entretenerse en su estancia en el hospital después de la caída… y mi madre cedía a todas sus peticiones. Me imagino que por pena. Yo también soñaba con un teléfono móvil, pero nunca lo dije. Quizá esa fue una de las razones para no tenerlo hasta que gané mi primer sueldo en la gasolinera. Y es que un sueño hay que ir a buscarlo. A veces, llamamos afortunados a los que salen en busca de su suerte. En esta acción incluyo hacérselo saber a la persona adecuada, pues hay soñadores que esperan toda su vida a que la fortuna les llegue.
Yo también ayudé mucho a mi hermano el Afortunado en aquella especie de depresión que se apoderó de él al ver cómo su proyecto del ciclismo se derrumbaba, pero no porque pensara que se lo merecía. A mí nadie me ayudó a superar la tristeza que me provocaba el decir a Julia un «te quiero» y notar cómo a ella le costaba trabajo contestarme.
No estudié una carrera, y aunque por ello puedan verme como un ignorante, no lo soy. A pesar de no ser psicólogo tengo la facultad de analizar las palabras de los demás conociendo la causa que lleva a pronunciarlas. Sí, me hubiera gustado estudiar Psicología, pero también Medicina, como el Agonías, o Derecho, como la Chica Guapa, o ser cantante en el grupo de rock de mi hermano el Ilustre. Es más, no me hubiera importado ser el suertudo de mi hermano el Afortunado en aquellos años que todos nos volcábamos en hacerle la vida más sencilla después del accidente.
El pasar noches enteras despierto escribiendo mis pensamientos y mis deseos no tenía valor para mis hermanos. Eso no me dolía. Lo que realmente me desolaba el corazón dejándolo seco es que tampoco tuviera mérito para mi madre. Quizá tenían razón y no era ningún logro. Mi familia era la única que conocía esta afición que llenaba mi alma de satisfacción para luego verse de nuevo vacía ante su menosprecio.
Pero no hablemos de mí. Mejor contaros la reacción de mi madre cuando mi hermano Isio, el Ilustre, subía el tono de la música hasta hacer temblar las paredes. A pesar de que aquel ruido nos evadía un poco de la depresión de mi hermano Antonio, el Afortunado, mi madre decidió, aún no convencida, llevarlo a un psicólogo. Antonio asistió, manteniendo a la vez una postura reticente a que aquello le devolviera su sueño. Pero no se trataba de eso, sino de aceptar que lo había perdido.
Salió de la consulta rebosante de felicidad después de una hora y cuarto de terapia. Con su pierna inmovilizada se dirigió a nosotros sonriendo. Allí estábamos mis otros tres hermanos, mi madre y yo esperando para arroparle y secar las lágrimas con las que presumíamos terminaría la sesión. Pero no fue así. Realmente había resultado terapéutico para mi hermano estar una hora y cuarto hablando de sí mismo. Ahí fue donde descubrió lo que le gusta hablar de él. Ya podéis imaginaros la que se nos avecinaba después de aquel descubrimiento. Nuestra casa se convirtió en su terapia. La practicaba con todos mis hermanos y con mi madre. Yo intentaba escucharle durante todo su monólogo pero, después de unos minutos, ver cómo centraba toda la conversación en su persona sin incluir a ningún personaje más, sin escuchar mis respuestas cuando hacía alguna pregunta, me consumía. Aquel exceso de egocentrismo que advertía en él me hizo sentirme más insignificante aún, porque nada de lo que le aportaba servía para que me escuchara.
Después de aquellos ratos tan constructivos con Antonio, calmaba la mala opinión que me formaba al escucharle pensando que todo aquello no podría llevarle a buen puerto. Me perdía en el pensamiento de qué le provocaría su actitud en un futuro, echando lo que tenía dentro sin absolver nada. Empecé a pensar que terminaría su vida con un suicidio al fatigarse en una infructífera lucha por alcanzar la felicidad de su ego. Quizá, el intento por demostrarnos que su vida sí tenía sentido a pesar de no haber logrado su sueño le había abierto una puerta que el miedo le impedía traspasar.
No podía evitar sentir pena por Antonio. Eso me impulsaba a llamarlo cuando me ausentaba de casa durante muchas horas seguidas. Quería que supiera que me importaba a pesar de lo cansino que me resultaba escucharle. No le transmitía textualmente lo que sentía, pero en esos casos una llamada era suficiente para hacer que se sintiera importante.
La vida es eso que transcurre después de nacer y antes de morir. En ella pasamos por diversos estados de ánimo y estos son cíclicos. Emociones, anhelos…, momentos de nuestra vida donde esperamos con pasión algo y creemos que, una vez obtenido, ya no desearemos nada con el mismo ímpetu. Pero eso son creencias erróneas. Mi hermana Gloria, la Chica Guapa, esperaba siempre que su novio le demostrara el amor que por ella sentía.
—Una demostración de amor más y ya me convenceré de que me quiere —me confesaba.
Fue la primera de los cinco hermanos en tener pareja y también la primera en llorar por amor. Su primer novio, Noel, perdió su interés en ella después de darse cuenta de lo raras que eran las chicas, para más tarde volver a sus brazos dispuesto a complacerla en todo lo que por su boca pedía. Y es que la actitud de ella, ignorándolo, provocó una reacción de temor por parte de Noel; el miedo a perderla.
Supe el día exacto en que Gloria y su novio se reconciliaron. La simpatía que desprendía mi hermana le impidió ser descortés con nosotros al llegar a casa. Conversó con cada uno de mis hermanos dedicándoles un poco de su tiempo con bellas palabras. Cuando habló conmigo la energía fluía. Llena de optimismo, de confianza en sí misma y de seguridad, me pidió que le enseñara una de mis poesías. Era para mí realmente alentador que un miembro de mi familia se detuviera a leer lo que escribía a escondidas por las noches. Escogiendo la apropiada al momento que ella vivía, le recité lo siguiente:
«Si la Luna plasmara mi canto,
este amor que vivo encendido,
quintaesencia de la felicidad más pura,
por mi sonrisa me delato.
En las manos del amor me veo atrapado,
hacia mi destino camino sin desmayo.
Mis ojos en vela por la noche,
mirándote Luna,
y mi pensamiento contigo lo comparto.
Suspiro por un amor incondicional,
entre papeles redacto mi estado,
y escribo… enamorado».
¡Qué recuerdos regresar mientras leía esta poesía al momento en que la escribí! Mientras todos vivíamos intensamente el enamoramiento de Gloria, su posterior ruptura, y la reconciliación que luego volvimos a presenciar, nadie se había enterado del arrepentimiento al que me llevó romper con Julia. Me despedí de aquella relación porque temía el compromiso que se avecinaba. Me resultaba costoso renunciar al mí y empezar a pensar en un nosotros. La ilusión de estar junto a ella se vio eclipsada cuando noté que su vida solo giraba alrededor mío. Todavía seguía molesta conmigo, pero, como buen soñador, pensé que volvería a mis brazos. Esperaba que algún día volviera a meterse entre mis sábanas. La había escogido para envejecer juntos, para acompañarme en este largo camino que llamamos vida.
En mi casa nunca comíamos pasteles excepto las veces que mi hermano Arsenio, el Agonías, los traía. Siempre lo hacía cuando se sentía culpable por haber hecho algo a escondidas de mi madre. La razón por la que uno de aquellos días en los que mi hermana estaba inmersa en su reconciliación y Antonio, Isio y yo la soportábamos, era porque había apuntado a mi querida madre como conejo de indias para un proyecto sobre la frecuencia cardiaca en las mujeres. Yo en aquellos instantes hubiera pensado que era más apropiado que fuera mi hermana Gloria la elegida, ya que los latidos de su corazón por Noel rebotaban en casa cuando se manifestaba con aquellos profundos suspiros.
En mi familia éramos tantos que siempre tenías alguien con quien charlar un rato o a quien escuchar. Parecía que ninguno sintiera la ausencia de mi padre. Yo me sentía un poco frustrado y vacío por aquella falta de representación paterna. No era dolor, eso solo se siente cuando alguien deja un hueco, y en este caso su lugar nunca estuvo ocupado; pero sí sentía cierta nostalgia de una persona que me preguntara cuando llegara a casa: «¿cómo estás?». Alguien que me entendiera. Siempre imaginé que mi padre lo hubiera hecho. Mi padre falleció mientras llevaba a cabo la realización de un sueño. Él era otro soñador. Nadar por el Atlántico para alcanzar tierra americana era su ilusión, convertirse en leyenda. A lo largo de mis días he conocido a muchas personas que hoy no me acompañan. A mi padre no lo llegué a conocer. La vida te va enseñando que nadie es para siempre. Nací sin padre y crecí acostumbrado a no tener presente a la persona sin la que otros no conciben su existencia. A veces dudo de que mi padre muriera y me asalta la sospecha de si escapó cuando se enteró de que se aproximaban cinco bebés en la familia. En el fondo, aún no he perdonado a mi padre que se ahogara en el Atlántico. Y aunque nunca sentí ese nudo en la garganta que quiere ahogarte de pena por su partida, sí me compadezco cuando necesito llorar por esta causa.